jueves, 17 de diciembre de 2009

El río Dulce y Sigüenza

Ir al río Dulce, dura poco más de media hora. Pepa, la jefa, después de unas palabras de agradecimiento a Ángel y María Luisa por el festín de migas de la semana anterior, les entregó unos regalos, mientras todo el autobús aplaudía con fuerza. La Alcarria estaba quieta y serena, nos dejó rodar, mientras se iban despejando las nubes del cielo.
Aragosa, al final de una carretera estrecha y descorchada es un pueblo con las casas cerradas. Quizás influye que aún son las 9:30 de la mañana. Ni un alma. Un estrato inclinado indica el final del pueblo y el inicio del desfile. Las anécdotas de la madre, ya mayor, de una compañera nos lleva a la risa fácil durante un tiempo, mientras el grupo se va alargando, dividiendo en partes.

Más de la mitad de la marcha discurre por el valle encajado del río Dulce, de poca categoría, pero generoso de agua, corriendo los tiempos de sequedad en los que estamos. Es un vallecillo estrecho entre 10 y 100 metros. A veces, las riscas de caliza cretácica son verticales y agresivas, otras veces la vertiente en más suave con encinas, robles, nogales, enebros, arces… y el famoso té de roca, que tomado después de las comidas ayuda a hacer la digestión, nos dicen. Está declarado Parque Natural y unos paneles, didácticos a nivel de enseñanza primaria explican las especies de flora y fauna, de las que sólo se pueden ver una bandada de buitres circulando en altura, procedentes de una colonia estabilizada. No más. Ningún ruido de nada. Ahora, desde los años sesenta, el campo, vaciando de pobladores primarios, está aburrido. Venir aquí en primavera tiene que ser una delicia.
Los Heros es un caserío en ruinas. Sólo quedan las paredes de una antigua “fábrica” de papel. Es un edificio de muros robustos, traspasados por los huecos de las ventanas. El agua debió ser su fuente de energía. Una chopera despoblada de hojas ocupa lo que debió ser zona de aparcamiento y posible almacén de madera al aire libre.
Más adelante, una parcela grande con seto de arizonas, elevado, y una casa de estilo rebuscado y llamativo parecen indicar que el domiciliado quiere llamar la atención del caminante. La web a la izquierda de la puerta de entrada junto a un buzón incita a la curiosidad, a “meterse” en internet. Capricho de algún urbanita adinerado que por snobismo se marchó al campo. Unos mastines nerviosos y violentos meten los hocicos por los hierros de la verja o ladran enseñando sus colmillos. Allí se queda la casa, el inquilino y los canes. Llega La Cabrera, que es una aldea, metida en el barranco con muchos chopos, al lado de un meandro abandonado. Sus casas se han remodelado y adecentado, manteniendo el estilo rural. Todas están cerradas. En medio un puente, las eras y los huertos, alguno con muestras de ser cultivados por jubilados o veraneantes advenedizos. La iglesia y el frontón parecen de juguete.
En la hora de la “magdalena”, rebuscamos por las mochilas algún reconstituyente, mientras comentamos el pueblo y su contexto. La aldea no da más de sí y seguimos remontando el río.
Antes de llegar a Pelegrina el valle se ensancha y las fincas con rastrojo de cereal lo ocupan todo. Demuestra fertilidad. A lo lejos y a la derecha sobre un cerro empinado se alza el castillo con torreones altos y brechas en los muros. Las pocas casas por la cuesta parecen sujetarle.
La Guerra de Sucesión y el paso de las tropas napoleónicas destruyeron dos veces la pequeña fortaleza, reconstruida después, hoy necesita una reparación a fondo.
Dejando el valle nos encaminamos hacia Sigüenza, después de echar una última hojeada a todo el valle, a Pelegrina y su castillo. Por suelo calizo del jurásico entre rebollos, melojos y quejigos cruzamos 7 kilómetros de páramo azotado por el aire fresco del norte.
Seguimos el “Camino del Cid” y la ”Ruta del Quijote”, que coinciden en este tramo. Los “expertos” en turismo se han inventado ambas, señaladas con unos llamativos pivotes, esperando canalizar caminantes despistados hacia los restaurantes seguntinos.
Unos cazadores con perros ruidosos acaban de marcharse y poco después desfilan trotando, velocípedos, una pareja de corzos.
La vista de Sigüenza es inmejorable, recostada sobre el famoso anticlinal, en umbría sobre el valle del Henares. El aire sigue azotando la cara.
Por un antiguo camino, ya en desuso, sobre arcillas vinosas y rocas de arenisca de ródeno vamos acercándonos a la ciudad. Se ven talladuras de antiguas canteras con destino a la catedral y otros edificios. Yo me imagino la actividad y ruido de martillos, mazas, cortafríos… que debió haber.
Sigüenza, la “ciudad del Doncel” fue castro celtibérico, “opidum” romana, villa visigoda, burgo medieval, señorío episcopal. El castillo y la catedral medievales son sus joyas desde entonces. Tuvo Sociedad Económica durante la Ilustración, que creo talleres, divulgó libros y aplicó las primeras inoculaciones o vacunas por los pueblos del valle del Henares con relativo éxito. Importante fue su situación estratégica para “El Empecinado” durante La Guerra de la Independencia. En 1936 fue anarquista unas semanas y la catedral fue el inútil refugio ácrata durante el asedio del coronel franquista Escámez, hasta que media docena de bombas y un tanque les hizo huir, perdiendo el culo. Antes dejaron una víctima destacada: el obispo, que ardió vivo en las curvas de Estriégana, camino de Alcolea. Dicen que el mitrado no dio mucho testimonio de sus creencias, más bien de cobardía y que por eso ni han intentado los mismos curas beatificarlo como a otros que si considera mártires de las hordas rojas y ateas. En Sigüenza siempre mandó el clero y sus habitantes, fieles a la doctrina, también cumplieron siempre con parroquia. Sigüenza ha sido una ciudad de sotanas.
La humedad fría del día la compensamos unos cuantos con una buena comida caliente de sopa castellana y cordero asado. Satisfechos.
En el paseo de la estación, junto a la alameda, cerca del Henares, aún arroyo, subimos al autobús de vuelta a casa.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Horche y alrededores

La ruta ha sido corta.
Nos concentramos en Horche. Cada uno acudió o en bus regular o en coche propio. La mañana plomiza, gris y con fina llovizna auguraba un día incierto y desapacible.
Impermeables, chubasqueros, paraguas…La niebla impedía ver a más de 40 metros.
Ladeando la cuesta de páramo por una senda bordeada de zarzales, aliagas, romeros, espliego, tomillo y olivos rugosos, retorcidos, viejos, enfermos, abandonados, bajamos al borde de la carretera, que seguimos paralelamente hasta cruzarla por un puente seco.
Abajo, en la vega, la niebla desapareció. Lo peor el barro, que se pegaba a las botas, formando zancos. Cruzamos el Ungría de agua blanquecina, color de la arcilla y encaramos otra cuesta de páramo de unos dos kilómetros entre pinos de repoblación, robles y quejigos con la hoja marrón. Todo tranquilidad, excepto cinco minutos de ruidosos moteros de trial con ropa, cascos y gafas de astronauta.
Arriba, el páramo, oreado y monótono y al final en El Picacho la ermita de la Virgen Dulce, construida hace unos 25 años, `promocionada por un cura del pueblo y construida con dinero de colectas para conmemorar la llegada del Papa a España. Cuatro paredes de piedra y cemento y un pórtico abierto, soportado por una columna reutilizada de algún otro edificio y un pilar de factura distinta, constituyen el edificio. Una espadaña pequeñita con una campana también pequeña corona el tejado. De la campana cuelga una soga con nudos que incita a tirar de ella para voltearla. Así es. La campana no dejó de tocar mientras descansamos y nos comemos “la acostumbrada magdalena”. Desde el Picacho se ve la confluencia del afluente Ungría en el Tajuña. Son vallecillos bordeados por cuestas de páramo, cuya altura coincide nada más que se echa la vista al horizonte. En las cuestas se distinguen perfectamente los estratos según el diferente color de la arcilla, Arriba, la caliza de páramo, blanca u dura. Todo un ejemplo de relieve horizontal, formado por depósitos de aluviones erosionados en el Sistema Central e Ibérico en la Era Terciaria, en el que se han encajado los ríos citados.
La bajada del páramo a la vega, fue casi vertical, por la cuesta, entre torrenteras y cárcavas, disimuladas por la repoblación de pinos. Cruzada la vega, de nuevo, la subida a Horche por un antiguo camino empedrado, ya desusado. Faltaba lo más importante: la degustación de migas, costeadas, preparadas y servidas por la tesorera del Club. Las migas con bonito, pimiento, huevo y torreznillos estaban para rechuparse los dedos. El vino, artesanal, cosecha de la casa. Después chorizos, café, tarta, orujo y whisqui con hielo. Finalmente, unas palabras de la presidenta del Club. Aplausos, tertulia y bla, bla, bla…
Una hora después, cada mochuelo a su olivo.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Ocentejo en el Alto Tajo

El día amaneció lloviznando, pinteando.
Malas perspectivas.
Esperando el autobús, mirábamos al cielo. Estaba cerrado. Alguien, preventivo, dijo:
-Vamos al suicidio.
Ya en la carretera no cesó de llover. Por los cristales de las ventanas resbalaba la lluvia, inclinada, en diagonal, por efecto de la gravedad y de la velocidad del bus.
Cuando llegamos a Huertahernanndo, aldea en cerro, la lluvia arreciaba. Los que estaban bien equipados, se sentían valientes y sufridores, iniciaron la marcha, el resto, dos tercios, volvimos al autobús en dirección al final de la ruta. Allí nos cobijamos en un bar, mientras estuvo lloviendo, luego nos encaminamos hacia el Tajo. Ocentejo fue castro celtibérico, tuvo calzada romana con el consiguiente puente, fue refugio de “El Empecinado”, aunque su centro de operaciones fue Canredondo y su torre-castillo fue destruido por los franceses, cuando abandonaron la zona, incapaces de desalojar al intrépido guerrillero. Más tarde los carlistas, como una tempestad destructora arramblaron con ganado y alimentos, no sin antes pegarles fuego a los archivos del Ayuntamiento. Volvían al norte, cabreados por no haber tomado Madrid a los isabelinos.
En su término municipal hay ruinas de un pueblo, Los Casares. Su despoblación se produjo por el envenenamiento de la población al beber vino, durante una boda, de un botijo en cuyo interior había una víbora. Sólo la madre de la novia, que no bebió, se salvó. Canales del Ducado y Ocentejo le ofrecieron domicilio a cambio de que las tierras pasasen a ser del municipio. La mujer se encaminó a Ocentejo, quedándose los del otro pueblo con dos palmos de narices.
Historias, que nos cuentan, deformadas por la imaginación de los abuelos a orillas de la lumbre durante las largas trasnochadas de invierno.
El dueño del bar, preguntado por la comida, nos reservó mesa para las dos y media a un grupo de 14, que preferíamos comida caliente a los bocadillos bajo algún tentimbre en la calle lluviosa. Los expertos en gastronomía habían oído hablar bien de los asados del lugar. Los dientes se ponían largos. Cuando escampó enfocamos por el camino hacia el Tajo y el “Hundido de Armallones”. Este paraje es un socavón o desprendimiento que se produjo a finales del siglo XVI. Unos paneles muy didácticos explican la situación actual y el proceso geológico del cataclismo. Es un rincón muy interesante. El Tajo discurre al fondo verde y limpio produciendo el único ruido dentro de la quietud del valle. Vamos despacio y aprovechamos la ocasión. Un poco más arriba las salinas de “La Inesperada” están abandonadas y sin explotación desde hace años.
En fin, lo mejor del día los langostinos, oferta de la casa para abrir boca, el revuelto de huevos con ajetes y gambas y, sobre todo, el cordero asado. Para chuparse los dedos. Una tarta de la casa y un café en la barra nos deja satisfechos.
Cuando llegaron los senderistas, empapados, y nos vieron sentados “moviendo el maxilar” casi nos echan del que se precia ser un prestigioso Club de Senderismo.
De vuelta, nos distraen hacia las ventanillas del bus grupos de corzos y ciervos, abundantes en la zona. Luego los aerogeneradores de Canrredondo y bajando hacia Cifuentes una panorámica de la Central Nuclear de Trillo y de las Tetas de Viana, más lejos. Los pueblos que cruzamos hasta la autovía de Aragón están sin gente por las calles. Al fondo, poniéndose el sol, se disfruta de colores amarillentos, rojos y naranjas. El Alto Tajo se ha quedado sólo.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Por el "Camino Smiht" a Cercedilla

El puerto de Navacerrada es más bonito que el de Guadarrama y que el de Somosierrra. Tiene más vegetación, valles más profundos, mejor arquitectura.
Hoy vamos por el Camino Smith. Es de poca dificultad, sin cantos rodados, cuidado, y preparado para que no pasen vehículos, ni motos, pero si las bicis, caballos y senderistas. Sigue las curvas de nivel por la umbría de Siete Picos y del principio al final hay una densa vegetación de pinos. Cualquier persona puede pasear por él. Se puede ver a lo lejos Segovia, San Ildefonso y la Submeseta Norte hasta donde alcanza la vista. Una delicia. Si, fue una delicia Tiene cierto misterio. Alguien dijo que era una senda secreta que utilizó un alemán para trasladar material bélico durante la Guerra Civil. Lo cierto es que lleva este nombre en honor al socio nº13 de la Real Sociedad Española de Alpinismo Peñalara, fundada en 1913. Este montañero suizo fue quien la señalizó en 1926. Fue el encargado del albergue de la Fuenfría, que ya no existe En realidad este camino debería llevar un nombre latino, ya que por él pasaba una vía romana. En el collado de la Fuenfría hubo parada para engullir la “magdalena” y para las bromas. Una fuente rústica con agua fresca atrae la atención de las máquinas de fotos. No es para tanto. Desde allí se veía la Submeseta Sur, amarilla, seca. Grande, lejana. Todo el resto de la ruta fue bajar, pasando por el Reloj de Cela, que no tiene mayor interés, que se podría haberse llamado de Pedro Gómez y que es una horterada, lo mismo que el Mirador de Alexandre con una ”poesía”, ñoña, grabada en la roca por algún aprendiz de cantero.
Una bajada de fuerte pendiente lleva a Cercedilla por sendas en más estado. Algunos árboles dan colorido con sus hojas. Como vamos adelantados a la hora prevista buscamos setas. Mariajo, toda contenta, hace acopio en una bolsa de plástico poco apropiada. Dice que se va a dar un festín
Ramón, mientras tanto, va preparando el ambiente para ir a comer a algún restaurante local. Y lo logró porque Mariajo, él y yo acabamos comiendo chuletillas de cordero en uno que había en la plaza. Somos los últimos en llegar al coche pero dentro de la hora prevista.
En fin una ruta muy apañada, muy entretenida, con buena compañía y final culinario.

La cabecera del Sorbe

Siempre corre viento cuando se está a punto de cruzar la sierra hacia Galve de Sorbe y casi siempre hay niebla en la umbría llena de apuestos pinos alvar.
En Galve no hay nadie por la calle, los vecinos aún están en la cama. Paramos a la salida y, una vez equipados, iniciamos la marcha por un camino ancho de tierra. Algunos hacemos click a la máquina para sacar una instantánea del castillo, la pradera y los aerogeneradores de Campisábalos sobre la Sierra de Pela. El pasado y el futuro eólico quedarán juntos en una foto.
Aprovechando un corta-fuegos cruzamos otro pinar hasta que avistamos a lo lejos el recuévano de Cantalojas, amarillo por la sequedad del verano y el otoño transcurrido. A la derecha queda el cerro setero donde perdí aquella navajilla con cachas de nácar, que nunca volveré a buscar. ¡Qué pena me dio!
Después de hacer una bajada en vertical por una auténtica calva causada por un incendio hace años, tomamos el curso del Sorbe, que no abandonaremos hasta que se junte con el Lillas. Un puentecillo rústico, semejante a otros de la comarca, nos permite cruzarlo. A la izquierda la Loma de la Peña del Losar, cuarcita pura, resistente a la erosión, piedra de unos 6 kilómetros inclinada por la que me imagino deslizándome, cuando esté húmeda. A la derecha, la senda por la que avanzamos cuesta abajo.
Sergio, que anda delante, se presenta:
-Usted fue mi profesor.
Ya me parecía a mí que su cara me sonaba. Le digo que nos tuteemos y entramos en conversación, que durará mucho rato. Me cuenta su historia y yo le cuento la situación del Instituto en la actualidad. Ha sido un buen estudiante, tiene una buena profesión y un buen puesto de trabajo. También fue buen alumno.
Cuando el Sorbe se junta con el Lillas nos perdemos durante un cuarto de hora. Somos la vanguardia de los senderistas y la ruta marcada en el plano no está muy clara. Fue entonces cuando al bajar por un canchal rodé unos metros, magullándome un hombro, el codo, la rodilla y recibiendo un golpe en el cráneo por encima de la oreja. No fue grave, pero me resentí todo el día. La confluencia de ambos ríos está tajada en vertical con algunos peñones sobresalientes y como llevamos ventaja, es la “hora de la magdalena” y el paisaje lo permite, hacemos un descanso.
Recuperada la ruta, encaramos el Lillas curso arriba. Más de lo mismo. No hay senda y si mucha maleza. Después de unos 6 kilómetros con encontramos con un auténtico paredón: unos 30 metros de roca. El Lillas se despeña por una cascada, que es una de las bellezas de la jornada, formando un pozo difícil de cruzar. Durante 5 minutos contemplamos el espectáculo de agua y ruido. Tenemos que volver para atrás y ascender por un lateral. Sorteamos rocas en vertical, nos colamos, subiendo, por hendiduras llenas de brezos, evitando paredes rocosas. De vez en cuando tenemos que parar y respirar. Más que senderismo parece que estamos escalando. De repente nos asustamos, porque salen dos buitres piando y haciendo ruido con sus extensas alas, que se van planeando río abajo. De pie, apoyados en la roca, comentamos el incidente, mientras los latidos del corazón vuelven a la normalidad. Toda la escalada hasta subir arriba dura unos 40 minutos.
Nuevo descanso viendo desde arriba el cauce del río, los farallones, la cascada, la quietud ambiental. Hay que aprovechar el momento. Pero, ¡Maldición! los que venían detrás nos han adelantado, porque han cruzado el río por otro sitio más accesible. Echamos la culpa a quien trazó la ruta. Una vez cruzado el farallón de la cascada hay que volver a bajar. Es difícil, pero es cuesta abajo y la situación cambia. Pasamos el río y nos reagrupamos unos 20. Hay más grupos, pero van más adelantados. Aprovecho para quitarme la mochila y tumbarme con los brazos en cruz y las piernas abiertas. Veo todo el cielo azul, inmenso, quieto. Es relajante. Me quedaría dormido…
Son las cuatro de la tarde. Algunos proponemos comer, pero los veteranos nos asustan, diciendo que sería imposible subir la enorme cuesta, que nos falta, con la barriga llena:
-Sería un error…
-Ni se os ocurra…
-En una ocasión, bla, bla, bla…
La comida se pospone. Hay que levantarse. Tomamos una senda, iniciando la cuesta, pero después de una media hora desaparece. Estamos perdidos. De nuevo nos hemos equivocado y de nuevo se “echan pestes” contra el que rotuló la ruta sobre el plano. Hablamos con el mapa delante. Otro de los veteranos, nos convence de que lo mejor es subir la cuesta en vertical. Aceptamos como mal menor.
Todo un suplicio acababa de empezar. Los veteranos, que llevamos, no han aprendido. Con el plano delante me imagino cruzando las curvas de nivel, muy próximas, de manera perpendicular. La fila india se estira, los huecos entre unos y otros se amplían, los pulmones se empequeñecen, la nariz no canaliza bien el aire, la boca reseca se abre buscando fluido, la respiración hace ruido, los ojos no quieren mirar arriba a la cumbre, las pantorrillas rozan arbustos, espinos, jaras y zarzas con pinchos, el cuerpo empieza a sudar, se oye alguna exclamación escatológica y a continuación, je, je, je…, algún taco irrespetuoso, una voz femenina se queja de tener tanto culo, se hacen bromas, chistes…, pero la cuesta es interminable.
¡Menos mal que no hemos comido el bocadillo!
Como alternativa, el personal ataca a las barritas energéticas, frutos secos, terrones de azúcar y a las botellas de agua. No hay que deshidratarse.
Finalmente, renegando, rezongando, ironizando… nos reagrupamos cuando alcanzamos la meseta en Prado Merendero. Llevamos hora y media de retraso. El autobús sale a las cinco y ya es esa hora.
Por la pista de una llana meseta de 6 kilómetros entre pinos y robles, llegamos al punto final, Cantalojas. Se va a poner el sol. La salida se retrasa, porque hay que comer. Los bocadillos entran a velocidad de crucero en el estómago, mientras un perro local, negro con pintas blancas, mueve la cola, tiene las orejas pitas, los ojos muy abiertos y se relame. Como somos generosos le echamos algún coscurro de pan. Esta tarde va a tener un festín. Como lo tiene también, en este caso de dinero, el dueño del bar al que vamos a tomar un café.
Allí, comentamos la dureza de la marcha:
-Sólo voy a venir a marchas, que sean flojas, dice uno.
-Pues yo, cuando llegue a casa me voy a la ducha y a la cama en línea recta…
-Yo mañana no voy al trabajo…
-¡Cómo me duelen las piernas!
- ¡La madre que parió a la puta cuesta…!
- Al del plano le voy a regalar un rotulador para que trace bien la ruta…
-Mañana voy a una farmacia y pido unos pies…
-Cuando me siente en el autobús me voy a quedar “roque”…
Así es. Cuando Julio arranca y mis ojos se cierran.

domingo, 22 de noviembre de 2009

La umbría de Peñalara

La ida a Peñalara fue un rodeo cómodo, pero largo, por Madrid, Villalba, túnel de Guadarrama, acumulando recuerdos de viajes a Ávila. Desde San Rafael otro rodeo por Segovia, evitando las curvas de Revenga y el Robledo, donde hice las milicias universitarias, para cruzar San Ildefonso y subir a Cotos por las Siete Revueltas y el puerto de Navacerrada. Cotos estaba blanco. Un potente y ruidoso viento curvaba los pinos y torcía el equilibrio, mientras sacábamos las mochilas de la panza del autobús y a duras penas nos enfundábamos polainas, gorros, guantes y todo el aparejo viandante. Algunos, sin prendas adecuadas, viendo el desapacible panorama, se volvieron al bus, camino de San Ildefonso.
Equipados, forrados, cual montañeros al Everest –tampoco es para tanto- tomamos el camino de la ruta marcada. Sólo ojos y nariz a la intemperie. Nieve, pinos y humedad, mucha humedad. Tres kilómetros para abajo ya no había nieve. Los pinos todo el tiempo ocultaron el horizonte, a pesar de que, más abajo, desapareció la niebla.
Sin viento, subiendo la temperatura, los abrigos, guantes y gorros acabaron en la mochila (alguno aprovechó para atacarle al bocadillo), la pendiente fue allanándose, las condiciones mejoraron y la marcha acabó siendo agradecida.
Lo más atractivo y sugerente de la ruta: el mítico bosque de Valsaín y La Granja de San Ildefonso. Me he informado sobre este rincón de la naturaleza (los pitiminís defensores de la inútil y perjudicial LOGSE usarían verbos como investigar e indagar) y este es mi refrito:
Allá por el siglo XV el rey Enrique IV, al que sus enemigos le machacaron con el mote de “el impotente” mandó construir una ermita en honor a San Ildefonso y al lado un pabellón de caza.
Al siglo siguiente, los Reyes Católicos, haciendo honor al apellido, lo donaron a los monjes Jerónimos, que construyeron una hospedería y una granja, de donde le viene el actual nombre.
Felipe V, primer Borbón, entrado el siglo XVIII, compró los terrenos a los Jerónimos y extensas propiedades de la Comunidad de Villa y Tierra de Segovia, mandando edificar con estilo versallesco el palacio y los jardines actuales. A su hijo, Carlos III, le gustó el lugar y adquirió por el procedimiento de compraventa ordenada e impuesta , es decir, por “narices”, los pinares de Valsaín y Riofrío, conservando Segovia el “derecho a pastos, agua y leña muerta”.
Madoz , liberal progresista y desamortizador en 1856 desvinculó de la Corona todos estos terrenos, sin contemplaciones, pero la Restauración de Cánovas los devolvió a la “Casa Real”. De oca a oca y tiro porque me toca.
De nuevo la IIª República los incautó, hasta que Franco en 1940 los incorporó al “Patrimonio Nacional” recién creado, después al ICONA y, actualmente, dependen del Ministerio de Medio Ambiente. Desde 1988 es Zona de Especial Protección para las Aves (Z.E.P.A.) y Lugar de Importancia Comunitaria (L.I.C.). Ambas denominaciones convierten a este espacio en una futura Zona de Especial Conservación (Z.E.C) de la Red NATURA 2000
Para garantizar la biodiversidad mediante la conservación de hábitats naturales de flora y fauna silvestre.
La zona de Peñalara pertenece al macizo del Sistema Central, formado en la Era Terciaria, hace unos 65 millones de años, aunque el zócalo granítico meseteño es más antiguo: de la orogenia herciniana. La roca predominante es el granito al que la humedad ataca sin piedad descamándolo y redondeándolo en bolas. Arriba el pico afilado de Peñalara. Un millar de metros de pendiente separan la cumbre de la ciudad segoviana.
El pino albar (pinus sylvestris) inconfundible por sus pequeñas piñas y por el color asalmonado de su corteza, se extiende desde las alturas hasta los robledales de melojo de hojas grandes y lobuladas, que caen en el invierno. Es ahora en el otoño, cuando sus hojas toman un color caramelo, destacando entre las franjas siempre verdes de encinares y pinares. Ya, al pie de la sierra, donde las tierras son más secas y soleadas, abunda la encina, árbol de hojas pequeñas y duras que soporta la sequía veraniega. En los espacios desarbolados crece el brezo y la jara pringosa, un arbusto de hojas aromáticas y pegajosas. La madera de Valsain de afamada calidad es la mayor riqueza de la zona. Conforme llegamos, pasado Valsain, se ve la pared que rodea los inmensos terrenos, que rodean el palacio. En San Ildefonso está el majestuoso y versallesco palacio real de La Granja, construido como residencia de verano y de caza en un paraje a más de mil cien metros de altura y en un entorno boscoso.
Toca comer. El ambiente sigue húmedo. Algunos buscan un resolano delante de un edificio con muchos balcones y se aposentan en las escaleras de entrada y algunos poyos. Empiezan a hurgar sus mochilas, buscando el bocadillo.
Otro grupo buscamos un restaurante con sitio para comernos una sopa castellana y un filete de ternera muy tierno. Es casi lo único que ofrecen, porque ya son las cuatro y cuarto de la tarde.
Cuando volvemos al autobús ya están casi todos en su plaza. Hace algo de fresquillo. Julio arranca el bus. Apenas pasado Valsain se me cierran los ojos.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Por la sierra de Alto Rey

La ruta ha salido de Aldeanueva de Atienza hasta Prádena de Atienza. El viaje hasta el inicio ha sido tan sinuoso, que la mitad de la expedición ha bajado del autobús mareada. Hemos pasado por la presa de Alcorlo, enclave preparado geológicamente para la construcción de un embalse. Acongoja un poco mirar desde la presa al fondo del río entre rocas calizas verticales. En Alcorlo el río Bornoba se despide de la sierra. “Alcorlo de mis amores de mis cortos veraneos…”
Por los prados de Congostrina recuerdo en tiempos mejores haber buscado setas, pero este año no es apropiado. Al paso por Hiendelaencina es obligado recordar aquellas minas de plata, que fueron y se acabaron, porque no rendían. Hoy ofrece muy poco, se muere como tantos otros pueblos.
Lo que queda hasta Aldeanueva es pocos robles, muchas jaras, innumerables piedras de cuarcita y gneiss y mucha miseria. Aldeanueva es verdaderamente una aldea, que en otro tiempo quizás fue nueva.
Ya en tierra, los que optan por la ruta de montaña se lanzan como galgos por la empinada ladera, animados por Pepa:
-¡Vamos para arriba, cagando hostias!
Los que quedamos abajo tenemos que mirar hacia el cielo con peligro de tortícolis por lo elevado que se encuentra el pico ”Alto Rey”, allá arriba. Esta cumbre, mítica para los serranos, junto con el Ocejón está llena de antenas y artilugios de telecomunicación. Fue zona militar con retén permanente de soldados. Corría la voz de que desde allí se hacía espionaje. Allí estaban los ojos y oídos del Gobierno, mandado por militares. Hoy, sin potenciales invasores y sin comunistas revolucionarios, sobran los detectores de enemigos camuflados.
¡Qué diferencia entre el asolanado sur con arbustos, robles enanos y pinos rastreros y el umbroso norte con pinos alvar rectos, verticales, donde hay felpudas praderas y mucho verdor. Una manada de vacas incumple las normas de circulación, yendo a sus anchas por la carretera y atolondrando con sus cencerros. Nosotros seguimos.
Estamos en el río Pelagallinas, que, si nada lo impide, ya no dejaremos hasta el final en Prádena, pero la parte baja hasta su desembocadura en el Bornoba deja de ser verde para convertirse en un valle monótono de jaras, jaras y jaras. Sólo las copas rojizas de los chopos junto al riachuelo alegran la vista y de paso la “cueva del oso” ¡Dios sabe cuando hubo allí osos! Si miseria, que no ha impedido haber sido declarado Zona de Especial Protección por su riqueza florística y faunística. (Los “bichos” estarán durmiendo, porque yo no he visto ninguno).
Prádena, final de recorrido, dicen los mozos viejos que acuden dicharacheros a hablar con los caminantes, tiene cierta actividad sólo en el mes de agosto, cuando celebran sus fiestas. Hay algunas casas remozadas, según normas de arquitectura negra, buscando alguna subvención, pero abundan los corrales, las casas derruidas y un caserón que fue molino. La comida de bocadillos en el bar ha sido animada y entretenida, mientras ha ido bajando el sol hacia el pico de la montaña.
Yendo al autobús una culebra cruza la carretera, algo atontada y despistada, indicando que se va a echar a invernar en algún rincón escondido.
De vuelta, desde el autobús se ve, a lo lejos, el valle del Henares, distinto a la Sierra Alto Rey, que no da más de sí. Nos vamos.
Al pico subiré en coche, si Dios quiere, en otra ocasión.

viernes, 30 de octubre de 2009

El Parque de "La Tejera Negra"

La carretera a la Sierra me es conocida, familiar. ¡Cuántas veces hemos subido a buscar setas! En algunas ocasiones me he mareado y el conductor ha tenido que parar inesperadamente, sintiéndose culpable del asqueroso vómito. Por la helada campiña, aún de noche, atacábamos las empinadas cuestas, amaneciendo, para llegar a las peladas lomas de Villacadima, mientras, perezosamente iba asomando el sol por los picos del este. Forrados de lana, azuzábamos los ojos sin levantarlos del suelo, imaginando un rodal llenos de setas. ¡Maravilloso!
Hoy el recorrido discurre a partir las 8:30. El día está claro, pero por la sierra hay nieblas. El Ocejón, gordo, mazacote, vigila kilómetros y kilómetros de terreno. En la vertiente norte no hay sol, hay nieblas altas. Todo el pueblo de Galve está dentro de las casas, cerradas la mayoría. Sólo algunas chimeneas calientan el aire. El castillo maltrecho subsiste de mala manera en lo alto del cerro calizo
Allá por el siglo XV, los Estúñiga, nobles, pero parásitos como todos señores feudales, obligaron a sus siervos y colonos a cortar piedras, subirlas a la loma y construir el castillo. Desde allí, con señorío, “defendían” y explotaban a los habitantes de la zona. El prado, bien regado alímentaba una numerosa manada de vacas, que permitía sobrevivir a los súbditos y despilfarrar a sus dueños. El tal castillo fue subastado en 1971 y el nuevo dueño que lo adquirió no ha cumplido la obligación de conservarlo en su estado primitivo. Las escasas restauraciones han violentado su arquitectura original, el Ayuntamiento se ha lavado las manos, escudándose en que no tiene presupuesto, los escasos habitantes del pueblo tampoco hacen oír su voz y las administraciones, provincial y autonómica ni se inmutan. Al castillo cada año se le caen más piedras y está agonizando.
Los últimos kílómetros hasta Cantalojas son llanos sobre arcillas del triásico, franqueados por cerros cretácicos y pizarras ordovícicas. Prados raídos y secos con encinas intermitentes y algunos cerrados son un residuo de otros tiempos en que la ganadería proporcionaba buenos ingresos a los vecinos. Pasamos el pueblo sin que sus habitantes se enteren y nos apeamos en el rimbombante “Centro de Interpretación”, donde nadie interpreta nada (estos “chiringuitos culturales” pretendían asesorar, informar y animar a los intrépidos amantes de la naturaleza. Hoy nada de nada). Los dos funcionarios del patrimonio nacional se limitan a comprobar que los viajeros, que estamos bajando del autobús, corresponden a las solicitudes gestionadas por el Club semanas antes.
La visita casi obligada a los aseos es tan rápida, que llama la atención. La curiosidad descubre que la razón es un olor desagradable, por lo que el resto del personal prefiere esconderse para hacer sus necesidades urinarias tras coscojas y arbustos rastreros.
Este es el recibimiento institucional a la entrada del Parque Natural de la “Tejera Negra”, declarado como tal en 1978. Tal declaración se debió a ser un representativo y excepcional bosque de hayas, el más meridional de Europa, conservado gracias a su especial microclima y aislamiento. Comprende el tramo alto de dos valles de típico perfil fluvial, el valle del Lillas y el valle del Zarzas, que se disponen paralelos, con una única orientación noroeste-sureste y que están flanqueados por altas y afiladas cresterías rocosas.
Animados por la suave temperatura y ausencia de sol por las nubes, iniciamos la marcha por un prado que la erosión ha levantado a tramos, dejando al descubierto pizarras y cuarcitas. El puente sobre el Lillas construido con grandes lajas es sólido, original, el mismo que viene en las fotografías que promocionan el parque. La instantánea es obligada.
A continuación, el recorrido va por unas lomas entre el Lillas, abierto y extenso con profundos barrancos en ambas laderas y el Zarzas más angosto, asimétrico entre sus laderas, mientras la izquierda es homogénea y sin rupturas, la derecha, dominada por afloramientos y escarpes rocosos, está jalonada por multitud de barrancos de fuerte pendiente como los de Tejera Negra y la Laguna.
La cuesta a la “Plaza de Toros” es empinada y alarga la marcha en pequeños grupos y fila india. Una vez arriba el panorama es vistoso, dilatado y natural. Melojos en las solanas preferentemente y pinos silvestres de repoblación dominan el paisaje vegetal. Con suerte pudimos ver algunos tejos y abedules y, gracias a la especial habilidad de Ramón, experto biólogo y botánico, un acebo. Estas tres últimos son especies protegidas por la Comunidad de Castilla La Mancha. Las formaciones arbustivas son de brezos, arándanos, enebros rastreros, gayubas, retamas y, sobre todo, jaras pringosas. Todos ellos soportan gélidas temperaturas invernales.
Llegamos a “La Torrecilla”. Allí, el personal hace una parada para observar el “hito” detenidamente y medirse con él inconscientemente. Alguien ve un ave rapaz planeando y se desata la polémica, que hubiera zanjado Ramón al momento, sobre si era milano, águila, azor…No queda claro. ¡Qué más da!
La cuesta continua hasta “El Hosquillo”, final de la ida, donde hacemos una paradiña, porque es la hora de la magdalena, que se traduce en engullir galletas energéticas, fruta, frutos secos o el bocadillo para algún animoso. Entre mordisco y mordisco se debate sobre la posibilidad de volver por el río Lillas o por el Zarzas, dado que por ambos se cruza el hayedo. Tras la decisión de cada uno el paraje se queda sólo.
Empezaba lo mejor: el hayedo. Que nadie piense que aquí el hayedo es una formación continuada. No, sólo quedan determinados rodales. La “fagus silvática” es un árbol de hoja caduca, que tiene el tronco liso y recto si están próximas unas a otras, pero con tronco retorcido si son individuales. Algunas tienen hasta 40 mts. de altura. Dicen que crecen despacio, pero que pueden llegar hasta los 300 años, que de su corteza se puede sacar un líquido, la cresota, que reduce la fiebre, es antiséptico y hasta combate con éxito la tuberculosis. No sé, no sé. Lo que sí es verdad es que su madera es estimada en carpintería para mobiliario y para instrumentos musicales, pero los paisanos la solían utilizar, más bien, como combustible en los “sagatos” para contrarrestar las bajas temperaturas invernales. Las hojas ya están amarillas, pero una semana más tarde hubieran estado moradas y rojas, que es la tonalidad más bonita. Durante dos Kms. sólo hay hayas, colorido, silencio. Es media hora de paz y tranquilidad, algún comentario agradable y el click-clack de las máquinas fotográficas.
Conforme se desciende las hayas tuenen ramas secas, menos hojas, no son tan altas y algunas están por los suelos. Tal es el panorama que se enciende la polémica, culpabilizando, ya al cambio climático, ya al hombre. Un cierto cabreo flota en el ambiente.
Por la vera del río Zarzas, que ha erosionado un profundo valle, pero no lleva agua, llegamos a un prado con vacas, que rebuscan la poca hierba que queda. Nos aposentamos sobre la hierba seca, al lado del camino. Las mochilas se van a quedar vacías y los estómagos llenos, mientras el vacuno nos mira con envidia. De fondo el soniquete narrador de Manolo, que nos cuenta con bastante exageración sus experiencias militares por Melilla hace 50 años.
El recorrido hasta el final en Cantalojas es cuesta abajo y rápido, repasando de nuevo el original puente sobre el Lillas. En el pueblo hay un bar-restaurante-hotel, ofreciendo sus servicios y buscando el bolsillo de los posibles visitantes ecológicos al Parque. Los camareros se aprestan a satisfacer de café a los caminantes. Sillas, escaleras y muro de entrada sirven de descanso. El paseo por el pueblo hasta el autobús es rápido. Las casas están dispuestas desordenadamente, las calles son angostas y torcidas, el frontón, un chopo sin hojas, la iglesia y algún edificio en restauración es lo que hay. Ya en el autobús, la choferesa, en esta ocasión no ha venido el servicial Julio, pone en marcha el vehículo. El personal va dejando de hablar, se hace de noche y el sueño se apodera de casi todos.