En Galve no hay nadie por la calle, los vecinos aún están en la cama. Paramos a la salida y, una vez equipados, iniciamos la marcha por un camino ancho de tierra. Algunos hacemos click a la máquina para sacar una instantánea del castillo, la pradera y los aerogeneradores de Campisábalos sobre la Sierra de Pela.
Aprovechando un corta-fuegos cruzamos otro pinar hasta que avistamos a lo lejos el recuévano de Cantalojas, amarillo por la sequedad del verano y el otoño transcurrido. A la derecha queda el cerro setero donde perdí aquella navajilla con cachas de nácar, que nunca volveré a buscar. ¡Qué pena me dio!
Después de hacer una bajada en vertical por una auténtica calva causada por un incendio hace años, tomamos el curso del Sorbe, que no abandonaremos hasta que se junte con el Lillas.
Sergio, que anda delante, se presenta:
-Usted fue mi profesor.
Ya me parecía a mí que su cara me sonaba. Le digo que nos tuteemos y entramos en conversación, que durará mucho rato. Me cuenta su historia y yo le cuento la situación del Instituto en la actualidad. Ha sido un buen estudiante, tiene una buena profesión y un buen puesto de trabajo. También fue buen alumno.
Cuando el Sorbe se junta con el Lillas nos perdemos durante un cuarto de hora. Somos la vanguardia de los senderistas y la ruta marcada en el plano no está muy clara.
Recuperada la ruta, encaramos el Lillas curso arriba. Más de lo mismo.
Nuevo descanso viendo desde arriba el cauce del río, los farallones, la cascada, la quietud ambiental. Hay que aprovechar el momento. Pero, ¡Maldición! los que venían detrás nos han adelantado, porque han cruzado el río por otro sitio más accesible. Echamos la culpa a quien trazó la ruta.
Son las cuatro de la tarde. Algunos proponemos comer, pero los veteranos nos asustan, diciendo que sería imposible subir la enorme cuesta, que nos falta, con la barriga llena:
-Sería un error…
-Ni se os ocurra…
-En una ocasión, bla, bla, bla…
La comida se pospone. Hay que levantarse. Tomamos una senda, iniciando la cuesta, pero después de una media hora desaparece. Estamos perdidos. De nuevo nos hemos equivocado y de nuevo se “echan pestes” contra el que rotuló la ruta sobre el plano. Hablamos con el mapa delante. Otro de los veteranos, nos convence de que lo mejor es subir la cuesta en vertical. Aceptamos como mal menor.
Todo un suplicio acababa de empezar. Los veteranos, que llevamos, no han aprendido. Con el plano delante me imagino cruzando las curvas de nivel, muy próximas, de manera perpendicular. La fila india se estira, los huecos entre unos y otros se amplían, los pulmones se empequeñecen, la nariz no canaliza bien el aire, la boca reseca se abre buscando fluido, la respiración hace ruido, los ojos no quieren mirar arriba a la cumbre, las pantorrillas rozan arbustos, espinos, jaras y zarzas con pinchos, el cuerpo empieza a sudar, se oye alguna exclamación escatológica y a continuación, je, je, je…, algún taco irrespetuoso, una voz femenina se queja de tener tanto culo, se hacen bromas, chistes…, pero la cuesta es interminable.
¡Menos mal que no hemos comido el bocadillo!
Como alternativa, el personal ataca a las barritas energéticas, frutos secos, terrones de azúcar y a las botellas de agua. No hay que deshidratarse.
Finalmente, renegando, rezongando, ironizando… nos reagrupamos cuando alcanzamos la meseta en Prado Merendero. Llevamos hora y media de retraso. El autobús sale a las cinco y ya es esa hora.
Por la pista de una llana meseta de 6 kilómetros entre pinos y robles, llegamos al punto final, Cantalojas.
Allí, comentamos la dureza de la marcha:
-Sólo voy a venir a marchas, que sean flojas, dice uno.
-Pues yo, cuando llegue a casa me voy a la ducha y a la cama en línea recta…
-Yo mañana no voy al trabajo…
-¡Cómo me duelen las piernas!
- ¡La madre que parió a la puta cuesta…!
- Al del plano le voy a regalar un rotulador para que trace bien la ruta…
-Mañana voy a una farmacia y pido unos pies…
-Cuando me siente en el autobús me voy a quedar “roque”…
Así es. Cuando Julio arranca y mis ojos se cierran.
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