Siempre corre viento cuando se está a punto de cruzar la sierra hacia Galve de Sorbe y casi siempre hay niebla en la umbría llena de apuestos pinos alvar.
En Galve no hay nadie por la calle, los vecinos aún están en la cama. Paramos a la salida y, una vez equipados, iniciamos la marcha por un camino ancho de tierra. Algunos hacemos click a la máquina para sacar una instantánea del castillo, la pradera y los aerogeneradores de Campisábalos sobre la Sierra de Pela.

El pasado y el futuro eólico quedarán juntos en una foto.
Aprovechando un corta-fuegos cruzamos otro pinar hasta que avistamos a lo lejos el recuévano de Cantalojas, amarillo por la sequedad del verano y el otoño transcurrido. A la derecha queda el cerro setero donde perdí aquella navajilla con cachas de nácar, que nunca volveré a buscar. ¡Qué pena me dio!
Después de hacer una bajada en vertical por una auténtica calva causada por un incendio hace años, tomamos el curso del Sorbe, que no abandonaremos hasta que se junte con el Lillas.

Un puentecillo rústico, semejante a otros de la comarca, nos permite cruzarlo. A la izquierda la Loma de la Peña del Losar, cuarcita pura, resistente a la erosión, piedra de unos 6 kilómetros inclinada por la que me imagino deslizándome, cuando esté húmeda. A la derecha, la senda por la que avanzamos cuesta abajo.
Sergio, que anda delante, se presenta:
-Usted fue mi profesor.
Ya me parecía a mí que su cara me sonaba. Le digo que nos tuteemos y entramos en conversación, que durará mucho rato. Me cuenta su historia y yo le cuento la situación del Instituto en la actualidad. Ha sido un buen estudiante, tiene una buena profesión y un buen puesto de trabajo. También fue buen alumno.
Cuando el Sorbe se junta con el Lillas nos perdemos durante un cuarto de hora. Somos la vanguardia de los senderistas y la ruta marcada en el plano no está muy clara.

Fue entonces cuando al bajar por un canchal rodé unos metros, magullándome un hombro, el codo, la rodilla y recibiendo un golpe en el cráneo por encima de la oreja. No fue grave, pero me resentí todo el día. La confluencia de ambos ríos está tajada en vertical con algunos peñones sobresalientes y como llevamos ventaja, es la “hora de la magdalena” y el paisaje lo permite, hacemos un descanso.
Recuperada la ruta, encaramos el Lillas curso arriba. Más de lo mismo.

No hay senda y si mucha maleza. Después de unos 6 kilómetros con encontramos con un auténtico paredón: unos 30 metros de roca. El Lillas se despeña por una cascada, que es una de las bellezas de la jornada, formando un pozo difícil de cruzar. Durante 5 minutos contemplamos el espectáculo de agua y ruido.

Tenemos que volver para atrás y ascender por un lateral. Sorteamos rocas en vertical, nos colamos, subiendo, por hendiduras llenas de brezos, evitando paredes rocosas. De vez en cuando tenemos que parar y respirar. Más que senderismo parece que estamos escalando. De repente nos asustamos, porque salen dos buitres piando y haciendo ruido con sus extensas alas, que se van planeando río abajo. De pie, apoyados en la roca, comentamos el incidente, mientras los latidos del corazón vuelven a la normalidad. Toda la escalada hasta subir arriba dura unos 40 minutos.
Nuevo descanso viendo desde arriba el cauce del río, los farallones, la cascada, la quietud ambiental. Hay que aprovechar el momento. Pero, ¡Maldición! los que venían detrás nos han adelantado, porque han cruzado el río por otro sitio más accesible. Echamos la culpa a quien trazó la ruta.

Una vez cruzado el farallón de la cascada hay que volver a bajar. Es difícil, pero es cuesta abajo y la situación cambia. Pasamos el río y nos reagrupamos unos 20. Hay más grupos, pero van más adelantados. Aprovecho para quitarme la mochila y tumbarme con los brazos en cruz y las piernas abiertas. Veo todo el cielo azul, inmenso, quieto. Es relajante. Me quedaría dormido…
Son las cuatro de la tarde. Algunos proponemos comer, pero los veteranos nos asustan, diciendo que sería imposible subir la enorme cuesta, que nos falta, con la barriga llena:
-Sería un error…
-Ni se os ocurra…
-En una ocasión, bla, bla, bla…
La comida se pospone. Hay que levantarse. Tomamos una senda, iniciando la cuesta, pero después de una media hora desaparece. Estamos perdidos. De nuevo nos hemos equivocado y de nuevo se “echan pestes” contra el que rotuló la ruta sobre el plano. Hablamos con el mapa delante. Otro de los veteranos, nos convence de que lo mejor es subir la cuesta en vertical. Aceptamos como mal menor.
Todo un suplicio acababa de empezar. Los veteranos, que llevamos, no han aprendido. Con el plano delante me imagino cruzando las curvas de nivel, muy próximas, de manera perpendicular. La fila india se estira, los huecos entre unos y otros se amplían, los pulmones se empequeñecen, la nariz no canaliza bien el aire, la boca reseca se abre buscando fluido, la respiración hace ruido, los ojos no quieren mirar arriba a la cumbre, las pantorrillas rozan arbustos, espinos, jaras y zarzas con pinchos, el cuerpo empieza a sudar, se oye alguna exclamación escatológica y a continuación, je, je, je…, algún taco irrespetuoso, una voz femenina se queja de tener tanto culo, se hacen bromas, chistes…, pero la cuesta es interminable.
¡Menos mal que no hemos comido el bocadillo!
Como alternativa, el personal ataca a las barritas energéticas, frutos secos, terrones de azúcar y a las botellas de agua. No hay que deshidratarse.
Finalmente, renegando, rezongando, ironizando… nos reagrupamos cuando alcanzamos la meseta en Prado Merendero. Llevamos hora y media de retraso. El autobús sale a las cinco y ya es esa hora.
Por la pista de una llana meseta de 6 kilómetros entre pinos y robles, llegamos al punto final, Cantalojas.

Se va a poner el sol. La salida se retrasa, porque hay que comer. Los bocadillos entran a velocidad de crucero en el estómago, mientras un perro local, negro con pintas blancas, mueve la cola, tiene las orejas pitas, los ojos muy abiertos y se relame. Como somos generosos le echamos algún coscurro de pan. Esta tarde va a tener un festín. Como lo tiene también, en este caso de dinero, el dueño del bar al que vamos a tomar un café.
Allí, comentamos la dureza de la marcha:
-Sólo voy a venir a marchas, que sean flojas, dice uno.
-Pues yo, cuando llegue a casa me voy a la ducha y a la cama en línea recta…
-Yo mañana no voy al trabajo…
-¡Cómo me duelen las piernas!
- ¡La madre que parió a la puta cuesta…!
- Al del plano le voy a regalar un rotulador para que trace bien la ruta…
-Mañana voy a una farmacia y pido unos pies…
-Cuando me siente en el autobús me voy a quedar “roque”…
Así es. Cuando Julio arranca y mis ojos se cierran.