martes, 6 de octubre de 2009

La Hoz de Tragavivos

El Club de Senderismo y de Montaña tenía preparada la ruta “Tragavivos”. Los veteranos, que ya la habían hecho, la tenían mitificada por su belleza y su dureza.
-¡Ya veréis, ya veréis!
-¡No será para tanto!, dijo un novato.
Salimos. El camino de ida transcurrió por páramos, mesas y oteros tabulares, de estructura horizontal, sembrados de cereal, girasol, olivos y cortados por profundos valles de estrechas campiñas, antes de regadío. Entre ambos, páramos y valles, hay inclinados interfluvios en cuesta, donde crecen algunas carrascas, coscoja, tomillo, romero, espliego. Es La Alcarria guadalajarense, que se prolonga por la provincia de Cuenca hasta más allá de Priego y por la provincia de Madrid hasta Arganda y Morata de Tajuña.
Margas, areniscas, yesos en el fondo y en las cuestas, mientras en la parte alta las calizas blanquecinas “pontienses” de origen lacustre, componen el roquedo alcarreño.
-Oh, ¡la miel de La Alcarria! mientras la lengua resbala por el labio superior.
El contacto con las primeras estribaciones de la Serranía de Cuenca es suave. En Carrascosa de la Sierra paró el autobús y empezamos la marcha. Unos 150 habitantes de hecho viven actualmente en Carrascosa en casas bajas, pero hay muchas más cerradas. Silencio por las calles a las 9:30 horas. Sólo llama la atención una placa recordando la estancia de Cervantes allá por el siglo XVII. Los recursos forestales, la ganadería extensiva y una agricultura de secano, reducida a pequeñas cañadas, actividades sin futuro, espantaron en los años sesenta a los serranos hacia Cuenca, Valencia y Madrid. Fincas yermas, parideras ruinosas y pinos caídos son síntomas de este panorama angustioso. Sólo un parque solar en una solana, a la espalda del cementerio, indica algunas posibilidades de resurrección de este pueblo en trance de parálisis. Las calizas cretácicas dominan el término municipal. Allá por la Era Secundaria, periodo cretácico, varias transgresiones del mar depositaron estas rocas, formando una llanura, que en la Era Terciaria, periodo eoceno-oligoceno, se plegó, para fracturarse y “rajarse” en tajos, cuando movimientos distensivos aflojaron la tensión del movimiento orogénico alpino. El tajo más espectacular es Tragavivos y, algo menos, la Hoz Somera. Por ellos se desarrolló la marcha. Los pliegues, fallas, incrustaciones y brechas son abundantes. El “cañón Tragavivos” asustó cuando íbamos a media ladera, limitados por un cantil de 50 metros para arriba y un cantil de 70 metros para abajo, ambos con paredes en vertical, mientras una bandada de buitres carroñeros nos observaban, planeando en círculo. El vértigo rondó por la cabeza de muchos y varios conatos de lipotimias asomaron, potenciadas por el fuerte sol de las 13:00 horas. Pulmones resoplando, antebrazos secando el sudor de la frente o codos empinando las cantimploras de agua, fueron actitudes frecuentes. Todos en fila india, -¡cuidadito donde se pisa!-, sorteando troncos de pinos caídos, bojes, zarzas y escaramujos, superamos en dos horas el cañón Tragavivos. La belleza del paisaje mereció la pena. El verde pinar y el azul del cielo combinaban con el blanco amarillento de las rocas calizas. Aquel paisaje era naturaleza pura y limpia. En el fondo del tajo se adivinaba el río Guadiela.
La vuelta a Carrascosa, después de comer y descansar junto al río, se hizo por otro cañón, el de la “Hoz Somera”, que se va estrechando hasta que se juntan los acantilados laterales en un escalón por donde el agua, cuando corre, debe caer en cascada.
El sol otoñal de las 5:00 de la tarde, pastoso, anaranjado, alicaído nos empujó por la espalda hacia el fin del trayecto. La dueña del único bar era todo manos, ojos, oídos para atender a todos los que acudimos al otro lado de la barra. Las manivelas de la cafetera y la puerta de la nevera de los refrescos entraron en un febril movimiento mecánico reiterativo. La dueña del bar hizo un ” su pequeño agosto”.
Julio, el conductor, conforme nos acercabamosmos al vehículo nos miraba como si volviéramos de la Guerra del Vietnam.
Mi amigo y compañero de profesión, Ramón, me fue contando, ya en el autobús, su viaje a Kamchatka en el pasado verano, mientras rodabamos por la Hoz de Beteta, Vadillos, Priego, hasta que el triqui-raque del autobús me cierró los ojos y subí al limbo.

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