viernes, 30 de octubre de 2009

El Parque de "La Tejera Negra"

La carretera a la Sierra me es conocida, familiar. ¡Cuántas veces hemos subido a buscar setas! En algunas ocasiones me he mareado y el conductor ha tenido que parar inesperadamente, sintiéndose culpable del asqueroso vómito. Por la helada campiña, aún de noche, atacábamos las empinadas cuestas, amaneciendo, para llegar a las peladas lomas de Villacadima, mientras, perezosamente iba asomando el sol por los picos del este. Forrados de lana, azuzábamos los ojos sin levantarlos del suelo, imaginando un rodal llenos de setas. ¡Maravilloso!
Hoy el recorrido discurre a partir las 8:30. El día está claro, pero por la sierra hay nieblas. El Ocejón, gordo, mazacote, vigila kilómetros y kilómetros de terreno. En la vertiente norte no hay sol, hay nieblas altas. Todo el pueblo de Galve está dentro de las casas, cerradas la mayoría. Sólo algunas chimeneas calientan el aire. El castillo maltrecho subsiste de mala manera en lo alto del cerro calizo
Allá por el siglo XV, los Estúñiga, nobles, pero parásitos como todos señores feudales, obligaron a sus siervos y colonos a cortar piedras, subirlas a la loma y construir el castillo. Desde allí, con señorío, “defendían” y explotaban a los habitantes de la zona. El prado, bien regado alímentaba una numerosa manada de vacas, que permitía sobrevivir a los súbditos y despilfarrar a sus dueños. El tal castillo fue subastado en 1971 y el nuevo dueño que lo adquirió no ha cumplido la obligación de conservarlo en su estado primitivo. Las escasas restauraciones han violentado su arquitectura original, el Ayuntamiento se ha lavado las manos, escudándose en que no tiene presupuesto, los escasos habitantes del pueblo tampoco hacen oír su voz y las administraciones, provincial y autonómica ni se inmutan. Al castillo cada año se le caen más piedras y está agonizando.
Los últimos kílómetros hasta Cantalojas son llanos sobre arcillas del triásico, franqueados por cerros cretácicos y pizarras ordovícicas. Prados raídos y secos con encinas intermitentes y algunos cerrados son un residuo de otros tiempos en que la ganadería proporcionaba buenos ingresos a los vecinos. Pasamos el pueblo sin que sus habitantes se enteren y nos apeamos en el rimbombante “Centro de Interpretación”, donde nadie interpreta nada (estos “chiringuitos culturales” pretendían asesorar, informar y animar a los intrépidos amantes de la naturaleza. Hoy nada de nada). Los dos funcionarios del patrimonio nacional se limitan a comprobar que los viajeros, que estamos bajando del autobús, corresponden a las solicitudes gestionadas por el Club semanas antes.
La visita casi obligada a los aseos es tan rápida, que llama la atención. La curiosidad descubre que la razón es un olor desagradable, por lo que el resto del personal prefiere esconderse para hacer sus necesidades urinarias tras coscojas y arbustos rastreros.
Este es el recibimiento institucional a la entrada del Parque Natural de la “Tejera Negra”, declarado como tal en 1978. Tal declaración se debió a ser un representativo y excepcional bosque de hayas, el más meridional de Europa, conservado gracias a su especial microclima y aislamiento. Comprende el tramo alto de dos valles de típico perfil fluvial, el valle del Lillas y el valle del Zarzas, que se disponen paralelos, con una única orientación noroeste-sureste y que están flanqueados por altas y afiladas cresterías rocosas.
Animados por la suave temperatura y ausencia de sol por las nubes, iniciamos la marcha por un prado que la erosión ha levantado a tramos, dejando al descubierto pizarras y cuarcitas. El puente sobre el Lillas construido con grandes lajas es sólido, original, el mismo que viene en las fotografías que promocionan el parque. La instantánea es obligada.
A continuación, el recorrido va por unas lomas entre el Lillas, abierto y extenso con profundos barrancos en ambas laderas y el Zarzas más angosto, asimétrico entre sus laderas, mientras la izquierda es homogénea y sin rupturas, la derecha, dominada por afloramientos y escarpes rocosos, está jalonada por multitud de barrancos de fuerte pendiente como los de Tejera Negra y la Laguna.
La cuesta a la “Plaza de Toros” es empinada y alarga la marcha en pequeños grupos y fila india. Una vez arriba el panorama es vistoso, dilatado y natural. Melojos en las solanas preferentemente y pinos silvestres de repoblación dominan el paisaje vegetal. Con suerte pudimos ver algunos tejos y abedules y, gracias a la especial habilidad de Ramón, experto biólogo y botánico, un acebo. Estas tres últimos son especies protegidas por la Comunidad de Castilla La Mancha. Las formaciones arbustivas son de brezos, arándanos, enebros rastreros, gayubas, retamas y, sobre todo, jaras pringosas. Todos ellos soportan gélidas temperaturas invernales.
Llegamos a “La Torrecilla”. Allí, el personal hace una parada para observar el “hito” detenidamente y medirse con él inconscientemente. Alguien ve un ave rapaz planeando y se desata la polémica, que hubiera zanjado Ramón al momento, sobre si era milano, águila, azor…No queda claro. ¡Qué más da!
La cuesta continua hasta “El Hosquillo”, final de la ida, donde hacemos una paradiña, porque es la hora de la magdalena, que se traduce en engullir galletas energéticas, fruta, frutos secos o el bocadillo para algún animoso. Entre mordisco y mordisco se debate sobre la posibilidad de volver por el río Lillas o por el Zarzas, dado que por ambos se cruza el hayedo. Tras la decisión de cada uno el paraje se queda sólo.
Empezaba lo mejor: el hayedo. Que nadie piense que aquí el hayedo es una formación continuada. No, sólo quedan determinados rodales. La “fagus silvática” es un árbol de hoja caduca, que tiene el tronco liso y recto si están próximas unas a otras, pero con tronco retorcido si son individuales. Algunas tienen hasta 40 mts. de altura. Dicen que crecen despacio, pero que pueden llegar hasta los 300 años, que de su corteza se puede sacar un líquido, la cresota, que reduce la fiebre, es antiséptico y hasta combate con éxito la tuberculosis. No sé, no sé. Lo que sí es verdad es que su madera es estimada en carpintería para mobiliario y para instrumentos musicales, pero los paisanos la solían utilizar, más bien, como combustible en los “sagatos” para contrarrestar las bajas temperaturas invernales. Las hojas ya están amarillas, pero una semana más tarde hubieran estado moradas y rojas, que es la tonalidad más bonita. Durante dos Kms. sólo hay hayas, colorido, silencio. Es media hora de paz y tranquilidad, algún comentario agradable y el click-clack de las máquinas fotográficas.
Conforme se desciende las hayas tuenen ramas secas, menos hojas, no son tan altas y algunas están por los suelos. Tal es el panorama que se enciende la polémica, culpabilizando, ya al cambio climático, ya al hombre. Un cierto cabreo flota en el ambiente.
Por la vera del río Zarzas, que ha erosionado un profundo valle, pero no lleva agua, llegamos a un prado con vacas, que rebuscan la poca hierba que queda. Nos aposentamos sobre la hierba seca, al lado del camino. Las mochilas se van a quedar vacías y los estómagos llenos, mientras el vacuno nos mira con envidia. De fondo el soniquete narrador de Manolo, que nos cuenta con bastante exageración sus experiencias militares por Melilla hace 50 años.
El recorrido hasta el final en Cantalojas es cuesta abajo y rápido, repasando de nuevo el original puente sobre el Lillas. En el pueblo hay un bar-restaurante-hotel, ofreciendo sus servicios y buscando el bolsillo de los posibles visitantes ecológicos al Parque. Los camareros se aprestan a satisfacer de café a los caminantes. Sillas, escaleras y muro de entrada sirven de descanso. El paseo por el pueblo hasta el autobús es rápido. Las casas están dispuestas desordenadamente, las calles son angostas y torcidas, el frontón, un chopo sin hojas, la iglesia y algún edificio en restauración es lo que hay. Ya en el autobús, la choferesa, en esta ocasión no ha venido el servicial Julio, pone en marcha el vehículo. El personal va dejando de hablar, se hace de noche y el sueño se apodera de casi todos.

lunes, 12 de octubre de 2009

El Alto Jarama

Este otoño resulta tranquilo, sin viento, sereno.
La gente de Guadalajara aún está durmiendo cuando dejamos la ciudad, cruzando el puente del Henares. Por la campiña a la sierra, atravesando rañas, Tamajón y sus navas y la permanente y descorchada carretera hasta la ermita de Los Enebrales. De inmediato, el escalón, que muestra el contacto entre calizas secundarias y cuarcitas terciarias. Pizarras y cuarcitas dominan todo el inmenso hueco geológico donde se sitúan las pedanías de Majaelrayo, Campillejo, Roblelacasa, Corralejo, Matallana y Colmenar de la Sierra, dependientes del municipio de Campillo de Ranas, del que destaca su torre cuadrada. El Ocejón con sus 2.048, altura símbolo de la provincia, gordo y señorial, domina toda la planicie
En “El Coño”, campa de Roblelacasa, nos apeamos y, mapas en la mano, cruzamos el desfiladero del Río Jaramilla, riachuelo encajado 250 mts. Si la bajada en “eses” es difícil, la subida, cruzando el arroyo por un puente seguro y reciente, con el sol de media mañana a la espalda, es peor. La “fila india” inicial se alarga y estira. A este angosto paso se le llama la Muralla China, quizás por el trazado de la carretera.
Haciendo trampa sobre la ruta marcada, salimos a una carretera, que suavemente nos lleva a Corralejo, donde unos domingueros se entretienen con perros, bicicletas y un balón de colores. La aldea tiene 15 habitantes, que viven de la ganadería. La manada de vacas, tumbadas, rumiando, nos mira de manera muy sería.
Una senda hacia Colmenar de la Sierra aprovecha la ladera sur de la Sierra de Ayllón, cruzando canchales, jarales, robles –alguno seco . Allá vamos.
Colmenar de la Sierra se fundó en 1278, tuvo la condición de villa y fue propiedad de “los Mendoza”, mandamases de la provincia en la Edad Moderna. Llegó a tener a principios del siglo XX 600 habitantes y muchos telares. Hoy tiene solo 10 habitantes y ya no es municipio. Una gran nave para el ganado, acompañada de muladar, convive con algunas casas acondicionadas y una iglesia, que espera una subvención para ser medianamente conservada.
La proximidad de las curvas de nivel del plano anuncia que hay que bajar y subir fuertes pendientes. Así es.
Cruzar el Jarama por un puente de dos vigas de acero usadas para la construcción divide a los caminantes entre valientes, que desafían el vacío y los “cagados” -dicen ellos-, que prefieren descalzarse y vadear el cauce, exponiéndose a un resfriado.Es un momento de bromas.
Es tan empinada la subida por la otra vertiente que, llegando a media ladera marcada por la ruta, aprovechando el cruce de un plegue en vertical, desde el que se puede ver una panorámica única, nos paramos a comer. Lo de siempre: relajo y bromas.
Ocho kms., ladeando cuesta abajo y atravesando un tupido pinar de repoblación, nos llevan a Matallana. Al fondo se ve la “muralla china”. Esta aldea tiene sus casos dispersas, sin paredes en común. Está en mal estado. Yo aprovecho para sacar unas fotografías antes de que se arruine totalmente. La historia reciente es muy curiosa. En los años setenta, como no vivía nadie, ICONA expropió el pueblo para destruirlo y reforestarlo después. Una asociación de antiguos y nostálgicos vecinos, asesorados por algunos arquitectos, impidió su demolición, pero, aprovechando el “impasse” un grupo de “hippies”, ahora “okupas”, decidieron instalarse. Pasando el tiempo, ni los conservacionistas hicieron obra alguna, ni las autoridades han desalojado a los ilegales ocupantes. Hoy, solo algunas casas se mantienen difícilmente en pie, porque sus ocupantes sin ningún interés arquitectónico, prefieren vivir de forma natural, eso sí en sus tejados hay placas solares, porque como buenos ecologistas deben utilizar las modernas tecnologías, siempre y cuando no contaminen. Un monumento a la chatarra puede ser considerado como signo de progreso o de regreso. El Puente de los Trillos, de tablas, que desafía 5 mts. de altura y que para algunos supone vértigo, nos lleva a una empinada cuesta, que una vez superada permite ver la torre de Roblelacasa, fin del trayecto. Una “vespa” oxidada al lado del camino, indica que alguna vez llegó el progreso.
Roblelacasa, que tiene 40 habitantes, intenta remozarse, acondicionando sus casas, manteniendo la estética de los llamados “pueblos de arquitectura negra”, siguiendo el consejo de la Diputación Provincial, porque, si no es así, no da subvenciones. Este estilo de arquitectura popular emplea como elemento constructivo principal la pizarra, compuesto mineral de tonos grises, violetas, azulados, pardos, plateados o negruzcos.
Buscando nuestro asiento en el autobús, al hacer el recuento, se oye:
-Falta Maricarmen, la del pelo teñido rubio, no la morena… ¿Alguien ha andado con ella…, con quien iba?
Maricarmen va a su bola en las marchas, se adelanta, se atrasa, se desvía. Ya en otra ocasión se perdió temporalmente.
Son las 18:00 horas y el sol cae. Los pesimistas llaman a sus familiares por teléfono y ya se preocupan por no tener donde dormir. Su teléfono no tiene cobertura.
Tras media hora de agobios, aparece. La bronca de Pepa, la organizadora, es contundente. Algunos aumentan la tensión creada, otros la suavizan.
Finalmente, acoplados en el asiento, después de 25 Kms. de marcha, el sueño se apodera de los ojos. El Ocejón, gordo y señorial nos despide, esperando la noche.

martes, 6 de octubre de 2009

La Hoz de Tragavivos

El Club de Senderismo y de Montaña tenía preparada la ruta “Tragavivos”. Los veteranos, que ya la habían hecho, la tenían mitificada por su belleza y su dureza.
-¡Ya veréis, ya veréis!
-¡No será para tanto!, dijo un novato.
Salimos. El camino de ida transcurrió por páramos, mesas y oteros tabulares, de estructura horizontal, sembrados de cereal, girasol, olivos y cortados por profundos valles de estrechas campiñas, antes de regadío. Entre ambos, páramos y valles, hay inclinados interfluvios en cuesta, donde crecen algunas carrascas, coscoja, tomillo, romero, espliego. Es La Alcarria guadalajarense, que se prolonga por la provincia de Cuenca hasta más allá de Priego y por la provincia de Madrid hasta Arganda y Morata de Tajuña.
Margas, areniscas, yesos en el fondo y en las cuestas, mientras en la parte alta las calizas blanquecinas “pontienses” de origen lacustre, componen el roquedo alcarreño.
-Oh, ¡la miel de La Alcarria! mientras la lengua resbala por el labio superior.
El contacto con las primeras estribaciones de la Serranía de Cuenca es suave. En Carrascosa de la Sierra paró el autobús y empezamos la marcha. Unos 150 habitantes de hecho viven actualmente en Carrascosa en casas bajas, pero hay muchas más cerradas. Silencio por las calles a las 9:30 horas. Sólo llama la atención una placa recordando la estancia de Cervantes allá por el siglo XVII. Los recursos forestales, la ganadería extensiva y una agricultura de secano, reducida a pequeñas cañadas, actividades sin futuro, espantaron en los años sesenta a los serranos hacia Cuenca, Valencia y Madrid. Fincas yermas, parideras ruinosas y pinos caídos son síntomas de este panorama angustioso. Sólo un parque solar en una solana, a la espalda del cementerio, indica algunas posibilidades de resurrección de este pueblo en trance de parálisis. Las calizas cretácicas dominan el término municipal. Allá por la Era Secundaria, periodo cretácico, varias transgresiones del mar depositaron estas rocas, formando una llanura, que en la Era Terciaria, periodo eoceno-oligoceno, se plegó, para fracturarse y “rajarse” en tajos, cuando movimientos distensivos aflojaron la tensión del movimiento orogénico alpino. El tajo más espectacular es Tragavivos y, algo menos, la Hoz Somera. Por ellos se desarrolló la marcha. Los pliegues, fallas, incrustaciones y brechas son abundantes. El “cañón Tragavivos” asustó cuando íbamos a media ladera, limitados por un cantil de 50 metros para arriba y un cantil de 70 metros para abajo, ambos con paredes en vertical, mientras una bandada de buitres carroñeros nos observaban, planeando en círculo. El vértigo rondó por la cabeza de muchos y varios conatos de lipotimias asomaron, potenciadas por el fuerte sol de las 13:00 horas. Pulmones resoplando, antebrazos secando el sudor de la frente o codos empinando las cantimploras de agua, fueron actitudes frecuentes. Todos en fila india, -¡cuidadito donde se pisa!-, sorteando troncos de pinos caídos, bojes, zarzas y escaramujos, superamos en dos horas el cañón Tragavivos. La belleza del paisaje mereció la pena. El verde pinar y el azul del cielo combinaban con el blanco amarillento de las rocas calizas. Aquel paisaje era naturaleza pura y limpia. En el fondo del tajo se adivinaba el río Guadiela.
La vuelta a Carrascosa, después de comer y descansar junto al río, se hizo por otro cañón, el de la “Hoz Somera”, que se va estrechando hasta que se juntan los acantilados laterales en un escalón por donde el agua, cuando corre, debe caer en cascada.
El sol otoñal de las 5:00 de la tarde, pastoso, anaranjado, alicaído nos empujó por la espalda hacia el fin del trayecto. La dueña del único bar era todo manos, ojos, oídos para atender a todos los que acudimos al otro lado de la barra. Las manivelas de la cafetera y la puerta de la nevera de los refrescos entraron en un febril movimiento mecánico reiterativo. La dueña del bar hizo un ” su pequeño agosto”.
Julio, el conductor, conforme nos acercabamosmos al vehículo nos miraba como si volviéramos de la Guerra del Vietnam.
Mi amigo y compañero de profesión, Ramón, me fue contando, ya en el autobús, su viaje a Kamchatka en el pasado verano, mientras rodabamos por la Hoz de Beteta, Vadillos, Priego, hasta que el triqui-raque del autobús me cierró los ojos y subí al limbo.