La carretera a la Sierra me es conocida, familiar. ¡Cuántas veces hemos subido a buscar setas! En algunas ocasiones me he mareado y el conductor ha tenido que parar inesperadamente, sintiéndose culpable del asqueroso vómito. Por la helada campiña, aún de noche, atacábamos las empinadas cuestas, amaneciendo, para llegar a las peladas lomas de Villacadima, mientras, perezosamente iba asomando el sol por los picos del este. Forrados de lana, azuzábamos los ojos sin levantarlos del suelo, imaginando un rodal llenos de setas. ¡Maravilloso!
Hoy el recorrido discurre a partir las 8:30. El día está claro, pero por la sierra hay nieblas.

El
Ocejón, gordo, mazacote, vigila kilómetros y kilómetros de terreno. En la vertiente norte no hay sol, hay nieblas altas. Todo el pueblo de
Galve está dentro de las casas, cerradas la mayoría. Sólo algunas chimeneas calientan el aire. El castillo maltrecho subsiste de mala manera en lo alto del cerro calizo
Allá por el siglo XV, los
Estúñiga, nobles, pero parásitos como todos señores feudales, obligaron a sus siervos y colonos a cortar piedras, subirlas a la loma y construir el castillo. Desde allí, con señorío, “defendían” y explotaban a los habitantes de la zona. El prado, bien regado alímentaba una numerosa manada de vacas, que permitía sobrevivir a los súbditos y despilfarrar a sus dueños. El tal castillo fue subastado en 1971 y el nuevo dueño que lo adquirió no ha cumplido la obligación de conservarlo en su estado primitivo.

Las escasas restauraciones han violentado su arquitectura original, el Ayuntamiento se ha lavado las manos, escudándose en que no tiene presupuesto, los escasos habitantes del pueblo tampoco hacen oír su voz y las administraciones, provincial y autonómica ni se inmutan. Al castillo cada año se le caen más piedras y está agonizando.
Los últimos kílómetros hasta
Cantalojas son llanos sobre arcillas del triásico, franqueados por cerros cretácicos y pizarras ordovícicas. Prados raídos y secos con encinas intermitentes y algunos cerrados son un residuo de otros tiempos en que la ganadería proporcionaba buenos ingresos a los vecinos.

Pasamos el pueblo sin que sus habitantes se enteren y nos apeamos en el rimbombante “
Centro de Interpretación”, donde nadie interpreta nada (estos “chiringuitos culturales” pretendían asesorar, informar y animar a los intrépidos amantes de la naturaleza. Hoy nada de nada). Los dos funcionarios del patrimonio nacional se limitan a comprobar que los viajeros, que estamos bajando del autobús, corresponden a las solicitudes gestionadas por el Club semanas antes.
La visita casi obligada a los aseos es tan rápida, que llama la atención. La curiosidad descubre que la razón es un olor desagradable, por lo que el resto del personal prefiere esconderse para hacer sus necesidades urinarias tras coscojas y arbustos rastreros.
Este es el recibimiento institucional a la entrada del Parque Natural de la “Tejera Negra”, declarado como tal en 1978.

Tal declaración se debió a ser un representativo y excepcional bosque de hayas, el más meridional de Europa, conservado gracias a su especial microclima y aislamiento. Comprende el tramo alto de dos valles de típico perfil fluvial, el valle del Lillas y el valle del Zarzas, que se disponen paralelos, con una única orientación noroeste-sureste y que están flanqueados por altas y afiladas cresterías rocosas.
Animados por la suave temperatura y ausencia de sol por las nubes, iniciamos la marcha por un prado que la erosión ha levantado a tramos, dejando al descubierto pizarras y cuarcitas.

El puente sobre el Lillas construido con grandes lajas es sólido, original, el mismo que viene en las fotografías que promocionan el parque. La instantánea es obligada.
A continuación, el recorrido va por unas lomas entre el Lillas, abierto y extenso con profundos barrancos en ambas laderas y el Zarzas más angosto, asimétrico entre sus laderas, mientras la izquierda es homogénea y sin rupturas, la derecha, dominada por afloramientos y escarpes rocosos, está jalonada por multitud de barrancos de fuerte pendiente como los de Tejera Negra y la Laguna.
La cuesta a la “
Plaza de Toros” es empinada y alarga la marcha en pequeños grupos y fila india. Una vez arriba el panorama es vistoso, dilatado y natural.

Melojos en las solanas preferentemente y pinos silvestres de repoblación dominan el paisaje vegetal. Con suerte pudimos ver algunos tejos y abedules y, gracias a la especial habilidad de Ramón, experto biólogo y botánico, un acebo. Estas tres últimos son especies protegidas por la Comunidad de Castilla La Mancha. Las formaciones arbustivas son de brezos, arándanos, enebros rastreros, gayubas, retamas y, sobre todo, jaras pringosas. Todos ellos soportan gélidas temperaturas invernales.
Llegamos a “
La Torrecilla”.

Allí, el personal hace una parada para observar el “hito” detenidamente y medirse con él inconscientemente. Alguien ve un ave rapaz planeando y se desata la polémica, que hubiera zanjado Ramón al momento, sobre si era milano, águila, azor…No queda claro. ¡Qué más da!
La cuesta continua hasta “
El Hosquillo”, final de la ida, donde hacemos una paradiña, porque es la hora de la magdalena, que se traduce en engullir galletas energéticas, fruta, frutos secos o el bocadillo para algún animoso.

Entre mordisco y mordisco se debate sobre la posibilidad de volver por el río Lillas o por el Zarzas, dado que por ambos se cruza el hayedo. Tras la decisión de cada uno el paraje se queda sólo.
Empezaba lo mejor: el hayedo. Que nadie piense que aquí el hayedo es una formación continuada. No, sólo quedan determinados rodales.

La “
fagus silvática” es un árbol de hoja caduca, que tiene el tronco liso y recto si están próximas unas a otras, pero con tronco retorcido si son individuales. Algunas tienen hasta 40 mts. de altura. Dicen que crecen despacio, pero que pueden llegar hasta los 300 años, que de su corteza se puede sacar un líquido, la cresota, que reduce la fiebre, es antiséptico y hasta combate con éxito la tuberculosis.

No sé, no sé. Lo que sí es verdad es que su madera es estimada en carpintería para mobiliario y para instrumentos musicales, pero los paisanos la solían utilizar, más bien, como combustible en los “
sagatos” para contrarrestar las bajas temperaturas invernales.

Las hojas ya están amarillas, pero una semana más tarde hubieran estado moradas y rojas, que es la tonalidad más bonita. Durante dos Kms. sólo hay hayas, colorido, silencio.

Es media hora de paz y tranquilidad, algún comentario agradable y el click-clack de las máquinas fotográficas.
Conforme se desciende las hayas tuenen ramas secas, menos hojas, no son tan altas y algunas están por los suelos.

Tal es el panorama que se enciende la polémica, culpabilizando, ya al cambio climático, ya al hombre. Un cierto cabreo flota en el ambiente.
Por la vera del río Zarzas, que ha erosionado un profundo valle, pero no lleva agua, llegamos a un prado con vacas, que rebuscan la poca hierba que queda. Nos aposentamos sobre la hierba seca, al lado del camino.

Las mochilas se van a quedar vacías y los estómagos llenos, mientras el vacuno nos mira con envidia. De fondo el soniquete narrador de Manolo, que nos cuenta con bastante exageración sus experiencias militares por Melilla hace 50 años.
El recorrido hasta el final en Cantalojas es cuesta abajo y rápido, repasando de nuevo el original puente sobre el Lillas. En el pueblo hay un bar-restaurante-hotel, ofreciendo sus servicios y buscando el bolsillo de los posibles visitantes ecológicos al Parque. Los camareros se aprestan a satisfacer de café a los caminantes. Sillas, escaleras y muro de entrada sirven de descanso. El paseo por el pueblo hasta el autobús es rápido.

Las casas están dispuestas desordenadamente, las calles son angostas y torcidas, el frontón, un chopo sin hojas, la iglesia y algún edificio en restauración es lo que hay. Ya en el autobús, la choferesa, en esta ocasión no ha venido el servicial Julio, pone en marcha el vehículo. El personal va dejando de hablar, se hace de noche y el sueño se apodera de casi todos.