Aragosa, al final de una carretera estrecha y descorchada es un pueblo con las casas cerradas. Quizás influye que aún son las 9:30 de la mañana. Ni un alma. Un estrato inclinado indica el final del pueblo y el inicio del desfile. Las anécdotas de la madre, ya mayor, de una compañera nos lleva a la risa fácil durante un tiempo, mientras el grupo se va alargando, dividiendo en partes.
Más de la mitad de la marcha discurre por el valle encajado del río Dulce, de poca categoría, pero generoso de agua, corriendo los tiempos de sequedad en los que estamos. Es un vallecillo estrecho entre 10 y 100 metros. A veces, las riscas de caliza cretácica son verticales y agresivas, otras veces la vertiente en más suave con encinas, robles, nogales, enebros, arces… y el famoso té de roca, que tomado después de las comidas ayuda a hacer la digestión, nos dicen. Está declarado Parque Natural y unos paneles, didácticos a nivel de enseñanza primaria explican las especies de flora y fauna, de las que sólo se pueden ver una bandada de buitres circulando en altura, procedentes de una colonia estabilizada. No más. Ningún ruido de nada. Ahora, desde los años sesenta, el campo, vaciando de pobladores primarios, está aburrido.
Venir aquí en primavera tiene que ser una delicia.
Los Heros es un caserío en ruinas. Sólo quedan las paredes de una antigua “fábrica” de papel. Es un edificio de muros robustos, traspasados por los huecos de las ventanas. El agua debió ser su fuente de energía. Una chopera despoblada de hojas ocupa lo que debió ser zona de aparcamiento y posible almacén de madera al aire libre.
Más adelante, una parcela grande con seto de arizonas, elevado, y una casa de estilo rebuscado y llamativo parecen indicar que el domiciliado quiere llamar la atención del caminante. La web a la izquierda de la puerta de entrada junto a un buzón incita a la curiosidad, a “meterse” en internet. Capricho de algún urbanita adinerado que por snobismo se marchó al campo. Unos mastines nerviosos y violentos meten los hocicos por los hierros de la verja o ladran enseñando sus colmillos. Allí se queda la casa, el inquilino y los canes.
Llega La Cabrera, que es una aldea, metida en el barranco con muchos chopos, al lado de un meandro abandonado. Sus casas se han remodelado y adecentado, manteniendo el estilo rural. Todas están cerradas. En medio un puente, las eras y los huertos, alguno con muestras de ser cultivados por jubilados o veraneantes advenedizos. La iglesia y el frontón parecen de juguete.
En la hora de la “magdalena”, rebuscamos por las mochilas algún reconstituyente, mientras comentamos el pueblo y su contexto. La aldea no da más de sí y seguimos remontando el río.
Antes de llegar a Pelegrina el valle se ensancha y las fincas con rastrojo de cereal lo ocupan todo. Demuestra fertilidad.
A lo lejos y a la derecha sobre un cerro empinado se alza el castillo con torreones altos y brechas en los muros. Las pocas casas por la cuesta parecen sujetarle.
La Guerra de Sucesión y el paso de las tropas napoleónicas destruyeron dos veces la pequeña fortaleza, reconstruida después, hoy necesita una reparación a fondo.
Dejando el valle nos encaminamos hacia Sigüenza, después de echar una última hojeada a todo el valle, a Pelegrina y su castillo. Por suelo calizo del jurásico entre rebollos, melojos y quejigos cruzamos 7 kilómetros de páramo azotado por el aire fresco del norte.
Seguimos el “Camino del Cid” y la ”Ruta del Quijote”, que coinciden en este tramo. Los “expertos” en turismo se han inventado ambas, señaladas con unos llamativos pivotes, esperando canalizar caminantes despistados hacia los restaurantes seguntinos.
Unos cazadores con perros ruidosos acaban de marcharse y poco después desfilan trotando, velocípedos, una pareja de corzos.
La vista de Sigüenza es inmejorable, recostada sobre el famoso anticlinal, en umbría sobre el valle del Henares. El aire sigue azotando la cara.
Por un antiguo camino, ya en desuso, sobre arcillas vinosas y rocas de arenisca de ródeno vamos acercándonos a la ciudad. Se ven talladuras de antiguas canteras con destino a la catedral y otros edificios. Yo me imagino la actividad y ruido de martillos, mazas, cortafríos… que debió haber.
Sigüenza, la “ciudad del Doncel” fue castro celtibérico, “opidum” romana, villa visigoda, burgo medieval, señorío episcopal.
El castillo y la catedral medievales son sus joyas desde entonces. Tuvo Sociedad Económica durante la Ilustración, que creo talleres, divulgó libros y aplicó las primeras inoculaciones o vacunas por los pueblos del valle del Henares con relativo éxito. Importante fue su situación estratégica para “El Empecinado” durante La Guerra de la Independencia. En 1936 fue anarquista unas semanas y la catedral fue el inútil refugio ácrata durante el asedio del coronel franquista Escámez, hasta que media docena de bombas y un tanque les hizo huir, perdiendo el culo. Antes dejaron una víctima destacada: el obispo, que ardió vivo en las curvas de Estriégana, camino de Alcolea. Dicen que el mitrado no dio mucho testimonio de sus creencias, más bien de cobardía y que por eso ni han intentado los mismos curas beatificarlo como a otros que si considera mártires de las hordas rojas y ateas.
En Sigüenza siempre mandó el clero y sus habitantes, fieles a la doctrina, también cumplieron siempre con parroquia. Sigüenza ha sido una ciudad de sotanas.
La humedad fría del día la compensamos unos cuantos con una buena comida caliente de sopa castellana y cordero asado. Satisfechos.
En el paseo de la estación, junto a la alameda, cerca del Henares, aún arroyo, subimos al autobús de vuelta a casa.
Cruzamos el Ungría de agua blanquecina, color de la arcilla y encaramos otra cuesta de páramo de unos dos kilómetros entre pinos de repoblación, robles y quejigos con la hoja marrón. Todo tranquilidad, excepto cinco minutos de ruidosos moteros de trial con ropa, cascos y gafas de astronauta.
Desde el Picacho se ve la confluencia del afluente Ungría en el Tajuña. Son vallecillos bordeados por cuestas de páramo, cuya altura coincide nada más que se echa la vista al horizonte. En las cuestas se distinguen perfectamente los estratos según el diferente color de la arcilla, Arriba, la caliza de páramo, blanca u dura. Todo un ejemplo de relieve horizontal, formado por depósitos de aluviones erosionados en el Sistema Central e Ibérico en la Era Terciaria, en el que se han encajado los ríos citados.
Faltaba lo más importante: la degustación de migas, costeadas, preparadas y servidas por la tesorera del Club. Las migas con bonito, pimiento, huevo y torreznillos estaban para rechuparse los dedos. El vino, artesanal, cosecha de la casa. Después chorizos, café, tarta, orujo y whisqui con hielo. Finalmente, unas palabras de la presidenta del Club. Aplausos, tertulia y bla, bla, bla…
Ocentejo fue castro celtibérico, tuvo calzada romana con el consiguiente puente, fue refugio de “El Empecinado”, aunque su centro de operaciones fue Canredondo y su torre-castillo fue destruido por los franceses, cuando abandonaron la zona, incapaces de desalojar al intrépido guerrillero. Más tarde los carlistas, como una tempestad destructora arramblaron con ganado y alimentos, no sin antes pegarles fuego a los archivos del Ayuntamiento. Volvían al norte, cabreados por no haber tomado Madrid a los isabelinos.
Cuando escampó enfocamos por el camino hacia el Tajo y el “Hundido de Armallones”. Este paraje es un socavón o desprendimiento que se produjo a finales del siglo XVI. Unos paneles muy didácticos explican la situación actual y el proceso geológico del cataclismo. Es un rincón muy interesante. El Tajo discurre al fondo verde y limpio produciendo el único ruido dentro de la quietud del valle. Vamos despacio y aprovechamos la ocasión. Un poco más arriba las salinas de “La Inesperada” están abandonadas y sin explotación desde hace años.
Es de poca dificultad, sin cantos rodados, cuidado, y preparado para que no pasen vehículos, ni motos, pero si las bicis, caballos y senderistas. Sigue las curvas de nivel por la umbría de Siete Picos y del principio al final hay una densa vegetación de pinos. Cualquier persona puede pasear por él. Se puede ver a lo lejos Segovia, San Ildefonso y la Submeseta Norte hasta donde alcanza la vista. Una delicia. Si, fue una delicia
Tiene cierto misterio. Alguien dijo que era una senda secreta que utilizó un alemán para trasladar material bélico durante la Guerra Civil. Lo cierto es que lleva este nombre en honor al socio nº13 de la Real Sociedad Española de Alpinismo Peñalara, fundada en 1913. Este montañero suizo fue quien la señalizó en 1926. Fue el encargado del albergue de la Fuenfría, que ya no existe En realidad este camino debería llevar un nombre latino, ya que por él pasaba una vía romana.
En el collado de la Fuenfría hubo parada para engullir la “magdalena” y para las bromas. Una fuente rústica con agua fresca atrae la atención de las máquinas de fotos. No es para tanto. Desde allí se veía la Submeseta Sur, amarilla, seca. Grande, lejana.
Todo el resto de la ruta fue bajar, pasando por el Reloj de Cela, que no tiene mayor interés, que se podría haberse llamado de Pedro Gómez y que es una horterada, lo mismo que el Mirador de Alexandre con una ”poesía”, ñoña, grabada en la roca por algún aprendiz de cantero.
Como vamos adelantados a la hora prevista buscamos setas. Mariajo, toda contenta, hace acopio en una bolsa de plástico poco apropiada. Dice que se va a dar un festín
Cotos estaba blanco. Un potente y ruidoso viento curvaba los pinos y torcía el equilibrio, mientras sacábamos las mochilas de la panza del autobús y a duras penas nos enfundábamos polainas, gorros, guantes y todo el aparejo viandante. Algunos, sin prendas adecuadas, viendo el desapacible panorama, se volvieron al bus, camino de San Ildefonso.
En San Ildefonso está el majestuoso y versallesco palacio real de La Granja, construido como residencia de verano y de caza en un paraje a más de mil cien metros de altura y en un entorno boscoso.
“Alcorlo de mis amores de mis cortos veraneos…”
Esta cumbre, mítica para los serranos, junto con el Ocejón está llena de antenas y artilugios de telecomunicación. Fue zona militar con retén permanente de soldados. Corría la voz de que desde allí se hacía espionaje. Allí estaban los ojos y oídos del Gobierno, mandado por militares. Hoy, sin potenciales invasores y sin comunistas revolucionarios, sobran los detectores de enemigos camuflados.
¡Dios sabe cuando hubo allí osos! Si miseria, que no ha impedido haber sido declarado Zona de Especial Protección por su riqueza florística y faunística. (Los “bichos” estarán durmiendo, porque yo no he visto ninguno).
El Ocejón, gordo, mazacote, vigila kilómetros y kilómetros de terreno. En la vertiente norte no hay sol, hay nieblas altas. Todo el pueblo de Galve está dentro de las casas, cerradas la mayoría. Sólo algunas chimeneas calientan el aire. El castillo maltrecho subsiste de mala manera en lo alto del cerro calizo
Las escasas restauraciones han violentado su arquitectura original, el Ayuntamiento se ha lavado las manos, escudándose en que no tiene presupuesto, los escasos habitantes del pueblo tampoco hacen oír su voz y las administraciones, provincial y autonómica ni se inmutan. Al castillo cada año se le caen más piedras y está agonizando.
Las casas están dispuestas desordenadamente, las calles son angostas y torcidas, el frontón, un chopo sin hojas, la iglesia y algún edificio en restauración es lo que hay. Ya en el autobús, la choferesa, en esta ocasión no ha venido el servicial Julio, pone en marcha el vehículo. El personal va dejando de hablar, se hace de noche y el sueño se apodera de casi todos.