jueves, 17 de diciembre de 2009

El río Dulce y Sigüenza

Ir al río Dulce, dura poco más de media hora. Pepa, la jefa, después de unas palabras de agradecimiento a Ángel y María Luisa por el festín de migas de la semana anterior, les entregó unos regalos, mientras todo el autobús aplaudía con fuerza. La Alcarria estaba quieta y serena, nos dejó rodar, mientras se iban despejando las nubes del cielo.
Aragosa, al final de una carretera estrecha y descorchada es un pueblo con las casas cerradas. Quizás influye que aún son las 9:30 de la mañana. Ni un alma. Un estrato inclinado indica el final del pueblo y el inicio del desfile. Las anécdotas de la madre, ya mayor, de una compañera nos lleva a la risa fácil durante un tiempo, mientras el grupo se va alargando, dividiendo en partes.

Más de la mitad de la marcha discurre por el valle encajado del río Dulce, de poca categoría, pero generoso de agua, corriendo los tiempos de sequedad en los que estamos. Es un vallecillo estrecho entre 10 y 100 metros. A veces, las riscas de caliza cretácica son verticales y agresivas, otras veces la vertiente en más suave con encinas, robles, nogales, enebros, arces… y el famoso té de roca, que tomado después de las comidas ayuda a hacer la digestión, nos dicen. Está declarado Parque Natural y unos paneles, didácticos a nivel de enseñanza primaria explican las especies de flora y fauna, de las que sólo se pueden ver una bandada de buitres circulando en altura, procedentes de una colonia estabilizada. No más. Ningún ruido de nada. Ahora, desde los años sesenta, el campo, vaciando de pobladores primarios, está aburrido. Venir aquí en primavera tiene que ser una delicia.
Los Heros es un caserío en ruinas. Sólo quedan las paredes de una antigua “fábrica” de papel. Es un edificio de muros robustos, traspasados por los huecos de las ventanas. El agua debió ser su fuente de energía. Una chopera despoblada de hojas ocupa lo que debió ser zona de aparcamiento y posible almacén de madera al aire libre.
Más adelante, una parcela grande con seto de arizonas, elevado, y una casa de estilo rebuscado y llamativo parecen indicar que el domiciliado quiere llamar la atención del caminante. La web a la izquierda de la puerta de entrada junto a un buzón incita a la curiosidad, a “meterse” en internet. Capricho de algún urbanita adinerado que por snobismo se marchó al campo. Unos mastines nerviosos y violentos meten los hocicos por los hierros de la verja o ladran enseñando sus colmillos. Allí se queda la casa, el inquilino y los canes. Llega La Cabrera, que es una aldea, metida en el barranco con muchos chopos, al lado de un meandro abandonado. Sus casas se han remodelado y adecentado, manteniendo el estilo rural. Todas están cerradas. En medio un puente, las eras y los huertos, alguno con muestras de ser cultivados por jubilados o veraneantes advenedizos. La iglesia y el frontón parecen de juguete.
En la hora de la “magdalena”, rebuscamos por las mochilas algún reconstituyente, mientras comentamos el pueblo y su contexto. La aldea no da más de sí y seguimos remontando el río.
Antes de llegar a Pelegrina el valle se ensancha y las fincas con rastrojo de cereal lo ocupan todo. Demuestra fertilidad. A lo lejos y a la derecha sobre un cerro empinado se alza el castillo con torreones altos y brechas en los muros. Las pocas casas por la cuesta parecen sujetarle.
La Guerra de Sucesión y el paso de las tropas napoleónicas destruyeron dos veces la pequeña fortaleza, reconstruida después, hoy necesita una reparación a fondo.
Dejando el valle nos encaminamos hacia Sigüenza, después de echar una última hojeada a todo el valle, a Pelegrina y su castillo. Por suelo calizo del jurásico entre rebollos, melojos y quejigos cruzamos 7 kilómetros de páramo azotado por el aire fresco del norte.
Seguimos el “Camino del Cid” y la ”Ruta del Quijote”, que coinciden en este tramo. Los “expertos” en turismo se han inventado ambas, señaladas con unos llamativos pivotes, esperando canalizar caminantes despistados hacia los restaurantes seguntinos.
Unos cazadores con perros ruidosos acaban de marcharse y poco después desfilan trotando, velocípedos, una pareja de corzos.
La vista de Sigüenza es inmejorable, recostada sobre el famoso anticlinal, en umbría sobre el valle del Henares. El aire sigue azotando la cara.
Por un antiguo camino, ya en desuso, sobre arcillas vinosas y rocas de arenisca de ródeno vamos acercándonos a la ciudad. Se ven talladuras de antiguas canteras con destino a la catedral y otros edificios. Yo me imagino la actividad y ruido de martillos, mazas, cortafríos… que debió haber.
Sigüenza, la “ciudad del Doncel” fue castro celtibérico, “opidum” romana, villa visigoda, burgo medieval, señorío episcopal. El castillo y la catedral medievales son sus joyas desde entonces. Tuvo Sociedad Económica durante la Ilustración, que creo talleres, divulgó libros y aplicó las primeras inoculaciones o vacunas por los pueblos del valle del Henares con relativo éxito. Importante fue su situación estratégica para “El Empecinado” durante La Guerra de la Independencia. En 1936 fue anarquista unas semanas y la catedral fue el inútil refugio ácrata durante el asedio del coronel franquista Escámez, hasta que media docena de bombas y un tanque les hizo huir, perdiendo el culo. Antes dejaron una víctima destacada: el obispo, que ardió vivo en las curvas de Estriégana, camino de Alcolea. Dicen que el mitrado no dio mucho testimonio de sus creencias, más bien de cobardía y que por eso ni han intentado los mismos curas beatificarlo como a otros que si considera mártires de las hordas rojas y ateas. En Sigüenza siempre mandó el clero y sus habitantes, fieles a la doctrina, también cumplieron siempre con parroquia. Sigüenza ha sido una ciudad de sotanas.
La humedad fría del día la compensamos unos cuantos con una buena comida caliente de sopa castellana y cordero asado. Satisfechos.
En el paseo de la estación, junto a la alameda, cerca del Henares, aún arroyo, subimos al autobús de vuelta a casa.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Horche y alrededores

La ruta ha sido corta.
Nos concentramos en Horche. Cada uno acudió o en bus regular o en coche propio. La mañana plomiza, gris y con fina llovizna auguraba un día incierto y desapacible.
Impermeables, chubasqueros, paraguas…La niebla impedía ver a más de 40 metros.
Ladeando la cuesta de páramo por una senda bordeada de zarzales, aliagas, romeros, espliego, tomillo y olivos rugosos, retorcidos, viejos, enfermos, abandonados, bajamos al borde de la carretera, que seguimos paralelamente hasta cruzarla por un puente seco.
Abajo, en la vega, la niebla desapareció. Lo peor el barro, que se pegaba a las botas, formando zancos. Cruzamos el Ungría de agua blanquecina, color de la arcilla y encaramos otra cuesta de páramo de unos dos kilómetros entre pinos de repoblación, robles y quejigos con la hoja marrón. Todo tranquilidad, excepto cinco minutos de ruidosos moteros de trial con ropa, cascos y gafas de astronauta.
Arriba, el páramo, oreado y monótono y al final en El Picacho la ermita de la Virgen Dulce, construida hace unos 25 años, `promocionada por un cura del pueblo y construida con dinero de colectas para conmemorar la llegada del Papa a España. Cuatro paredes de piedra y cemento y un pórtico abierto, soportado por una columna reutilizada de algún otro edificio y un pilar de factura distinta, constituyen el edificio. Una espadaña pequeñita con una campana también pequeña corona el tejado. De la campana cuelga una soga con nudos que incita a tirar de ella para voltearla. Así es. La campana no dejó de tocar mientras descansamos y nos comemos “la acostumbrada magdalena”. Desde el Picacho se ve la confluencia del afluente Ungría en el Tajuña. Son vallecillos bordeados por cuestas de páramo, cuya altura coincide nada más que se echa la vista al horizonte. En las cuestas se distinguen perfectamente los estratos según el diferente color de la arcilla, Arriba, la caliza de páramo, blanca u dura. Todo un ejemplo de relieve horizontal, formado por depósitos de aluviones erosionados en el Sistema Central e Ibérico en la Era Terciaria, en el que se han encajado los ríos citados.
La bajada del páramo a la vega, fue casi vertical, por la cuesta, entre torrenteras y cárcavas, disimuladas por la repoblación de pinos. Cruzada la vega, de nuevo, la subida a Horche por un antiguo camino empedrado, ya desusado. Faltaba lo más importante: la degustación de migas, costeadas, preparadas y servidas por la tesorera del Club. Las migas con bonito, pimiento, huevo y torreznillos estaban para rechuparse los dedos. El vino, artesanal, cosecha de la casa. Después chorizos, café, tarta, orujo y whisqui con hielo. Finalmente, unas palabras de la presidenta del Club. Aplausos, tertulia y bla, bla, bla…
Una hora después, cada mochuelo a su olivo.